¿Temer o no temer a la tecnología? Ese es el dilema.
Pertenezco a una de las últimas generaciones que se criaron leyendo libros de Julio Verne, éramos acaso unos cuantos sobrevivientes en ese interregno literario que priva entre el capitán Nemo y Harry Potter. Pertenezco a una generación que nació con tecnología analógica y que fue sorprendida en la infancia por el influjo de lo digital. Pertenezco a una categoría de seres humanos que aprendimos a no temer a la ciencia cuando nuestros padres temblaban de miedo por los vaticinios terribles que se hicieron durante décadas antes de mi nacimiento respecto del daño que las sociedades supertecnologizadas harían a la humanidad. Pertenezco, en fin, a la generación que encaró con alegría la invasión tecnológica y hoy tiene que reconocer que sus padres no estaban del todo equivocados. La mía es, pues, una generación que no tiene la solera del absoluto analógico, por llamarlo de alguna manera, no es la que vio con asombro los primeros satélites pero que sí se desenvuelve con comodidad con el geolocalizador; no es la que vivió bajo la neurosis de la guerra nuclear pero sí es la que sabe los estragos que las redes sociales pueden hacerle a un ser humano.
Durante el siglo XIX y los primeros años del XX, la humanidad vivió una especie de frenesí tecnológico, el mismo efecto que la razón había causado en los seres humanos durante la revolución francesa lo tuvieron las máquinas en aquel entonces y, del mismo modo en que las guerras napoleónicas destruyeron el ideal de la razón, la primera y la segunda guerra mundial lo hicieron con la tecnología. De ninguno de esos traumas pudimos recuperarnos del todo. Las antiguas utopías en las que la tecnología lo podía todo, en las que los niños felices iban volando a las escuelas y limpios y sanos eran ayudados por robots en su aprendizaje, terminaron en siniestras historias como 1984 o El cuento de la Criada. Después de Hiroshima, los hombres aprendimos a tener mucho miedo de nuestras propias creaciones.
Dos cosas pudimos aprender de esto o, al menos, dos en primera instancia. La primera es que ninguna tecnología es inocente o neutral y la segunda es que todo cambio tecnológico es un cambio social, no solo en el sentido de las instituciones sociales tal y como las conocemos, sino también como las soñamos y como las diseñamos.
Al parecer, esta forma de apreciar la tecnología no desaparece con el tiempo, es decir, no por hacerse habitual se hace menos temible, la forma es que aprendemos a lidiar de manera distinta con ella en cada generación. Para los adultos el miedo a ser vulnerado en la privacidad por un uso erróneo o mal intencionado de las redes sociales se asume de manera muy distinta en las generaciones más jóvenes, en los menores hay cierta resignación a pérdida de la intimidad, como si estuvieran resueltos a defender su intimidad pero a sabiendas que no es sagrada ni invulnerable, acaso aprendan a guardar sus secretos de mejor manera, pero se asoman al abismo con más soltura que los mayores y cuando se arrojan en él suelen ser mucho más deterministas y estoicos; sus historias de sufrimiento reciclan el dolor ajeno y se exhibe como crueles moralejas de quienes desafían al oráculo; para los mayores una luz de razonabilidad y dignidad, entendidas a lo ancient-régime, permanece; nos rebelamos ante ese poder supremo que fue dictado sin democracia ni orden ninguno o de plano nos negamos a participar en él, pero no lo aceptamos y cuando lo llegamos a hacer hay un innegable sentido de inocencia e ignorancia que no puede ser obviado.
Nuestros padres y abuelos idearon las utopías del mercado y del poder popular, los primeros fueron devorados por su obra y los segundos fueron derrotados en su intento. Al final del día nos quedamos huérfanos porque nos dijeron que las ideologías no contaban, vaya, que no existían y nosotros lo creímos; andando los años nos damos cuenta de que las ideologías sí que existen y claro que lo hacen, como que son parte del lenguaje del entendimiento político y social, pero que ahora no vienen envueltas en discursos vibrantes sino en realidades apremiantes y no pocas veces terroríficas como el cambio climático, la violencia generalizada, la incontrolabilidad de los mercados, el populismo o la falta de agua; siempre un discurso de miedo, ya nunca, o casi nunca uno de esperanza.
Las generaciones más jóvenes, las infantiles digamos, nacieron en ese entorno y por eso asumen los riesgos de manera diferente, no es que no tengan miedo, es que la ruptura generacional está señalada por un hecho paradójico y al que no encuentro símil en la historia, no aprendimos a reaccionar con un miedo nuevo a las nuevas amenazas, o dicho de otro modo, reaccionamos como siempre a amenazas que antes no existían. Tal vez sea tarde para remediarlo.
En las próximas entregas de esta sección nos adentraremos en una pequeña odisea al corazón del miedo tecnológico, quizás aprenderemos algo, si no a perder el temor sí a saber cómo sobrevivirlo. No olvide acompañarme.